Lo reconozco, tengo una adicción, me supera pero no puedo evitar controlarla, me gusta correr. Ya sea a primera hora de la mañana o ya sea por la noche, haga frío, llueva o queme el sol, siento la imperiosa necesidad de salir a fatigarme,exhalar, inspirar, espirar, correr...
Así que con tal de satisfacer esa necesidad varias veces por semana me pongo mi camiseta amarilla (me encanta el color amarillo, algunos dicen que trae mala suerte, quizás por eso, por mi afán de desafiar a “esa” mala suerte me gusta tanto), mis pantalones cortos y mis zapatillas Asics y salgo a “perderme” sin saber que ruta voy a hacer. Unos días, los que menos, opto por adentrarme por los entresijos de la caótica ciudad entre una jungla de conductores coléricos, semáforos que se ponen en rojo ante tus narices y viandantes fumando cigarrillos y echando el humo a tu paso. En otras ocasiones aprovechando la cercanía de la montaña salgo a sufrir subiendo las inclinadas cuestas para a continuación, disfrutar de las maravillosas vistas panorámicas de la ciudad donde el silencio, el cantar de algún que otro pájaro y el soplar del viento son mis únicos acompañantes de ruta.
El simple hecho de correr se ha vuelto una necesidad, es una herramienta vital que en ocasiones ayuda a relajarme, otras veces a olvidar y en otras a controlar el caos. A mi parecer, los médicos o psicólogos deberían recetar salir a correr, “Aquí tiene, le receto 30 minutos corriendo, 3 veces por semana, tómelo con precaución, si nota algún síntoma de adicción como por ejemplo ganas de correr un maratón, consúltemelo”. Correr, algo tan sencillo como eso puede curar muchos males, si no te lo crees haz la prueba, pero no sirve salir a trotar una semana y al no ver ningún cambio decir que mi teoría es una basura, debe ser algo constante, sin pausa, pero sin prisa. Después de unas semanas de prueba, me dices cómo te sientes.
Algunos Domingos por la mañana suelo salir por un camino sobre la ladera de la montaña que acostumbra a estar abarrotada de gente que corre, una vez allí apago mi reproductor de música y mientras le gano metros al camino empiezo a pensar en cual habrá sido la razón por la que cada una de las personas con las que me cruzo habrá empezado a correr. “Ese chico parece que se está preparando para algún tipo de prueba, ¡como corre!”, “Ésta pareja sonriente lo hace por hobby dominguero” , “El joven con la boca abierta y la cara roja como un tomate parece que quiere bajar unos kilillos...” , admiro a todos y a cada uno de ellos, sean más rápidos, lentos, corran 5 km o 20 km, los admiro.
“Anda, esa chica que no levanta la mirada del suelo mientras escucha música en su Ipod, quizás está superando un mal de amores...” Ups, mal de amores. En referencia a ese tema tengo una teoría al respecto , la mitad de las personas que se inician en el mundo del “correr” lo hacen a raíz de haber sufrido una frustración amorosa, una ruptura o algo por el estilo, es mi teoría y es muy probable de que no sea acertada, y ahora es el momento en el que tras leer ésto pensarás que yo empecé a correr tras ser víctima de un desatino amoroso, tal vez estés en lo cierto, o tal vez no...
Otra de las cosas que me llaman la atención en éste mundo es la curiosa conexión que puede existir entre dos personas que no se conocen de absolutamente nada pero que se cruzan semana tras semana en el mismo lugar mientras salen a correr. Las primeras veces no prestarás atención alguna, a medida que pasa el tiempo le mirarás de reojo y pensarás “Ey, a este tío siempre me lo cruzo, ¿Le saludo? ¿No le saludo?” (quizás el pensará lo mismo de tí), en posteriores ocasiones le mirarás, sonreirás o levantarás la cabeza, como si con un gesto le estuvieras diciendo “Ey, hola”, puede ser que el haga lo mismo, o puede ser que pase olímpicamente de tu cara, pero si el gesto es recíproco a la semana siguiente, el cabezeo pasará a ser un saludo escueto del estilo “Buenas!” o “Qué tal?” el hará lo mismo, con las mismas u otras palabras. De esa forma se crea un vínculo entre personas que no se conocen de nada desconocerás su nombre, su edad o su empleo, pero llegará un momento en el que le saludarás con tanta naturalidad que parecerá que hace no mucho tiempo atrás fuerais colegas de borrachera.
No me gusta demasiado hacer siempre las mismas rutas cuando salgo a correr, si repito la misma muchas veces en un corto espacio de tiempo tiendo a aborrecerla y a cogerle tanta manía que no quiero volverla a hacer, pero como en todo, siempre hay excepciones.
Una vez a la semana suelo hacer una ruta por entre la ciudad que combina una larga cuesta de más de un kilómetro con un tramo de más de cien escalones (134 exactamente, es lo que hace repetir tantas veces...) es graciosa la cara que pone la gente cuando me vé subiendo escalones como un poseso, uno a uno, sin parar en los descansillos, mientras resoplo mientras subo. En ocasiones creo que pensarán que estoy tarado, ¿Qué necesidad hay de subir todos esos escalones mientras tu corazón va como una locomotora descarrilada y tus cuadriceps arden de dolor? Pues realmente ninguna, pero me gusta, me hace sentir bien, vivo. Tras subir todos los escalones y como colofón final sigo por un estrecho sendero de considerable pendiente que me lleva a uno de los puntos más altos de la zona, los restos de unos bunkers antiaéreos desde donde a mi parecer se pueden contemplar las mejores vistas de la ciudad en toda su extensión, de punta a punta. Una vez arriba pongo en pausa la canción de Coldplay que está sonando, despego los auriculares de mis oídos, me seco el sudor de la frente, camino hasta el borde del muro que separa la tierra firme del barranco y me quedo unos minutos contemplando la ciudad.
He de ser sincero, no hago esa ruta porque sea masoca o porque me gusten la cuesta ni los escalones, ni siquiera por las espectaculares vistas, la hago porque cada día deseo volver a cruzarme con esa chica mona de pelo largo y castaño que pasea con cierta gracia un Beagle . Son numerosas las ocasiones en las que he pasado cerca de ella, nunca ha prestado atención alguna, pero mientras avanzo me quedo embobado mirándola, no sé por qué. Así pues, repito una y otra y otra vez la misma ruta con la esperanza de que algún día se gire y me mire, ese es el premio, la llegada a la meta, la victoria.
Y así con unos cuantos kilómetros sobre las piernas, gotas de sudor sobre mi frente y después de buscar a la chica mona, de teorizar sobre “por qué” la gente corre o de cruzarme con el mismo tipo y saludarlo de forma amistosa, llega la hora de parar, estirar, beber agua de la fuente, subir a casa y guardar mis zapatillas, las cuales me miran con tristeza como si dijeran “¿Ya se ha acabado por hoy?”. Pues sí queridas pero el próximo día habrá más, y mejor.
Así que con tal de satisfacer esa necesidad varias veces por semana me pongo mi camiseta amarilla (me encanta el color amarillo, algunos dicen que trae mala suerte, quizás por eso, por mi afán de desafiar a “esa” mala suerte me gusta tanto), mis pantalones cortos y mis zapatillas Asics y salgo a “perderme” sin saber que ruta voy a hacer. Unos días, los que menos, opto por adentrarme por los entresijos de la caótica ciudad entre una jungla de conductores coléricos, semáforos que se ponen en rojo ante tus narices y viandantes fumando cigarrillos y echando el humo a tu paso. En otras ocasiones aprovechando la cercanía de la montaña salgo a sufrir subiendo las inclinadas cuestas para a continuación, disfrutar de las maravillosas vistas panorámicas de la ciudad donde el silencio, el cantar de algún que otro pájaro y el soplar del viento son mis únicos acompañantes de ruta.
El simple hecho de correr se ha vuelto una necesidad, es una herramienta vital que en ocasiones ayuda a relajarme, otras veces a olvidar y en otras a controlar el caos. A mi parecer, los médicos o psicólogos deberían recetar salir a correr, “Aquí tiene, le receto 30 minutos corriendo, 3 veces por semana, tómelo con precaución, si nota algún síntoma de adicción como por ejemplo ganas de correr un maratón, consúltemelo”. Correr, algo tan sencillo como eso puede curar muchos males, si no te lo crees haz la prueba, pero no sirve salir a trotar una semana y al no ver ningún cambio decir que mi teoría es una basura, debe ser algo constante, sin pausa, pero sin prisa. Después de unas semanas de prueba, me dices cómo te sientes.
Algunos Domingos por la mañana suelo salir por un camino sobre la ladera de la montaña que acostumbra a estar abarrotada de gente que corre, una vez allí apago mi reproductor de música y mientras le gano metros al camino empiezo a pensar en cual habrá sido la razón por la que cada una de las personas con las que me cruzo habrá empezado a correr. “Ese chico parece que se está preparando para algún tipo de prueba, ¡como corre!”, “Ésta pareja sonriente lo hace por hobby dominguero” , “El joven con la boca abierta y la cara roja como un tomate parece que quiere bajar unos kilillos...” , admiro a todos y a cada uno de ellos, sean más rápidos, lentos, corran 5 km o 20 km, los admiro.
“Anda, esa chica que no levanta la mirada del suelo mientras escucha música en su Ipod, quizás está superando un mal de amores...” Ups, mal de amores. En referencia a ese tema tengo una teoría al respecto , la mitad de las personas que se inician en el mundo del “correr” lo hacen a raíz de haber sufrido una frustración amorosa, una ruptura o algo por el estilo, es mi teoría y es muy probable de que no sea acertada, y ahora es el momento en el que tras leer ésto pensarás que yo empecé a correr tras ser víctima de un desatino amoroso, tal vez estés en lo cierto, o tal vez no...
Otra de las cosas que me llaman la atención en éste mundo es la curiosa conexión que puede existir entre dos personas que no se conocen de absolutamente nada pero que se cruzan semana tras semana en el mismo lugar mientras salen a correr. Las primeras veces no prestarás atención alguna, a medida que pasa el tiempo le mirarás de reojo y pensarás “Ey, a este tío siempre me lo cruzo, ¿Le saludo? ¿No le saludo?” (quizás el pensará lo mismo de tí), en posteriores ocasiones le mirarás, sonreirás o levantarás la cabeza, como si con un gesto le estuvieras diciendo “Ey, hola”, puede ser que el haga lo mismo, o puede ser que pase olímpicamente de tu cara, pero si el gesto es recíproco a la semana siguiente, el cabezeo pasará a ser un saludo escueto del estilo “Buenas!” o “Qué tal?” el hará lo mismo, con las mismas u otras palabras. De esa forma se crea un vínculo entre personas que no se conocen de nada desconocerás su nombre, su edad o su empleo, pero llegará un momento en el que le saludarás con tanta naturalidad que parecerá que hace no mucho tiempo atrás fuerais colegas de borrachera.
No me gusta demasiado hacer siempre las mismas rutas cuando salgo a correr, si repito la misma muchas veces en un corto espacio de tiempo tiendo a aborrecerla y a cogerle tanta manía que no quiero volverla a hacer, pero como en todo, siempre hay excepciones.
Una vez a la semana suelo hacer una ruta por entre la ciudad que combina una larga cuesta de más de un kilómetro con un tramo de más de cien escalones (134 exactamente, es lo que hace repetir tantas veces...) es graciosa la cara que pone la gente cuando me vé subiendo escalones como un poseso, uno a uno, sin parar en los descansillos, mientras resoplo mientras subo. En ocasiones creo que pensarán que estoy tarado, ¿Qué necesidad hay de subir todos esos escalones mientras tu corazón va como una locomotora descarrilada y tus cuadriceps arden de dolor? Pues realmente ninguna, pero me gusta, me hace sentir bien, vivo. Tras subir todos los escalones y como colofón final sigo por un estrecho sendero de considerable pendiente que me lleva a uno de los puntos más altos de la zona, los restos de unos bunkers antiaéreos desde donde a mi parecer se pueden contemplar las mejores vistas de la ciudad en toda su extensión, de punta a punta. Una vez arriba pongo en pausa la canción de Coldplay que está sonando, despego los auriculares de mis oídos, me seco el sudor de la frente, camino hasta el borde del muro que separa la tierra firme del barranco y me quedo unos minutos contemplando la ciudad.
He de ser sincero, no hago esa ruta porque sea masoca o porque me gusten la cuesta ni los escalones, ni siquiera por las espectaculares vistas, la hago porque cada día deseo volver a cruzarme con esa chica mona de pelo largo y castaño que pasea con cierta gracia un Beagle . Son numerosas las ocasiones en las que he pasado cerca de ella, nunca ha prestado atención alguna, pero mientras avanzo me quedo embobado mirándola, no sé por qué. Así pues, repito una y otra y otra vez la misma ruta con la esperanza de que algún día se gire y me mire, ese es el premio, la llegada a la meta, la victoria.
Y así con unos cuantos kilómetros sobre las piernas, gotas de sudor sobre mi frente y después de buscar a la chica mona, de teorizar sobre “por qué” la gente corre o de cruzarme con el mismo tipo y saludarlo de forma amistosa, llega la hora de parar, estirar, beber agua de la fuente, subir a casa y guardar mis zapatillas, las cuales me miran con tristeza como si dijeran “¿Ya se ha acabado por hoy?”. Pues sí queridas pero el próximo día habrá más, y mejor.
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